martes, 13 de septiembre de 2022

El tiempo lo sufre todo

 


Existe, en el extenso catálogo de los modismos, expresiones y conocimientos populares del ser humano, un peculiar dicho empleado en la mayor diversidad de ocasiones. El tiempo todo lo cura.

Ahora, resulta de lo más curioso especular sobre las cualidades curativas de una noción tan relativa como el tiempo mismo. Es, de hecho, algo sospechosamente esperanzados al analizarse un poco y totalmente contradictorio al hacerlo un mucho.

Conceptos como la nostalgia, el trauma o el resentimiento, tan reales como cualquier otro, se ven inevitablemente contrariados por la mera idea de la veracidad que esto posea.

Si es el caso, debe anotarse que es el tiempo un médico sumamente deficiente y extremadamente poco fiable en sus habilidades.

A menudo, sus tratamientos resultan extremadamente largos y fuerzan al paciente a un complicado periodo de dolencias antes de ver cualquier mejoría.

No es tampoco extraño que estos requieran costosas intervenciones de otros profesionales especializados en llenar los huecos que quedan insupervisados, ignorados o que resultan directamente imposibles para el paciente de atender sin ayuda.

Con similar frecuencia, las indicaciones que brinda implican cierta caducidad y una carencia total de señales claras o precisas. ¿Cuántas desgracias no han sucedido sencillamente por un mal cálculo de los tiempos? Por errar mientras buscamos el momento correcto y tomar medidas demasiado pronto o demasiado tarde.

Con todo esto en cuenta, podría argumentarse que, siendo más fieles a la verdad sería más sincero declarar que el tiempo no cura las heridas como un curandero universal, sino que borra aquello relacionado a ellas. No es descabellada la idea. El tiempo no muestra paciencia o consideraciones por nadie y todos, tarde o temprano, somos consumidos por este. Borrados de este limitado y terrenal espacio al que llamamos vida.

Sin embargo, incluso con estas consideraciones, encuentro el adjudicar tal responsabilidad y carga al tiempo, más una esperanza optimista que ninguna otra cosa.

No es mi intención pretenderme capaz de alegaciones de inocencia en este aspecto, por supuesto. La añoranza es una falta que compartíamos todos cual pecado original y, si de algún absoluto puede responsabilizarse al tiempo, es de ser un juez excepcional en contra de la misma.

Es igualmente común escuchar decir que nunca pasa más lento el tiempo que cuando se espera algo.

Nunca se ve tan lejano el pasado que cuando viaja nuestra mente a aquello que quisiéramos revivir.

Nunca más clara la memoria y más nítido el recuerdo que al saber la consciencia que es imposible el replicarlo o, peor aún, cambiarlo.

No me maravillaría yo si descubriera que, de entre cada memoria de cada evento vivido por cada uno de mis compañeros de viaje al destino final, de poderse recolectar y analizar como algo tangible, fueran los pertenecientes a nuestros éxitos, nuestras victorias y logros, nuestras palabras acertadas y respuestas excepcionalmente ingeniosas los que se mostraran más difusos; con huecos y piezas que no terminan por encajar.

No me maravillaría tampoco si, de entre esta enorme colección, fueran los arrepentimientos, los errores, las palabras sin decir, los besos sin dar… aquellos replicados con mayor precisión, siendo sus únicos fallos los causados por el puro y simple desgaste al repasarlos, insistentemente una y otra vez a través de los años.

Y, a pesar de la efectiva tortura que el tiempo ofrece, sigo sin pensar, cual abogado del diablo, que pueda responsabilizarse completamente. Pues es él el verdugo, pero es nuestra memoria cómplice y consejera.

Es el tiempo el que sostiene cada herramienta, pero estas no son más que instrumentos de nuestra propia invención y diseño mientras que indicamos, no, forzamos sus manos a utilizarlas con el fin de satisfacer una vez más nuestro doloroso deleite, nuestra búsqueda masoquista del recuerdo aquel al que quisiéramos viajar para retractar y corregir aquello que consideramos nuestros errores más profundos. Aquellas fallas sin las que, consideramos, nuestra vida sería más llevadera.

Pero entonces, la pregunta persiste. ¿Qué es el tiempo entonces?

Hemos ya descartado su función altruista como aquel capaz y dispuesto a curar todas nuestras heridas diligentemente.

También así, hemos presentado y desmentido la idea de su propósito como un casi divino borrador y corregidor, eliminando con respectiva eventualidad cada elemento responsable de nuestro dolor.

Incluso, hemos recorrido y contemplado una idea opuesta. Un padre tiempo severo y castigador, utilizando nuestra mente en contra nuestra para sus fines, aunque también la hemos desechado.

Pero, si no resulta nada de esto ¿qué es? Es obvio que no se limita a ser un mero espectador de nuestras vidas como algún tipo de pasivo dios, observando las desventuras y vivencias de aquellos seres mortales puestos bajo su cargo. Es claro que su efecto en nuestras vidas es, sin duda, aquel de un agente activo.

Por tanto, si bien no pretendo conocer la respuesta, sí propongo una solución a nuestro dilema.

Y es que creo que, fiel a su naturaleza relativa, el papel del tiempo resulta dolorosamente paradójico. Es entonces mi propuesta que, en nuestras existencias, el tiempo resulta nuestro carcelero, si, pues mantiene nuestras vidas en su propio espacio, guardándolas en dimensiones de las que solo él conoce el inicio y el fin.

Sin embargo, es también verdad que le considero igualmente nuestro prisionero.

Lo mantenemos medido y contado. Lo forzamos con nuestra memoria a repetir, cual filme antiguo guardado por años en el ático, nuestros propios errores y éxitos. Nuestras alegrías y dolores más profundos. Todo para nuestro propio disfrute.

Es así que el tiempo resulta nuestro prisionero y carcelero. Perpetrador y víctima. Nuestro más vicioso atormentador y nuestro más indefenso atormentado.

Es solo apropiado, por supuesto. Pues ha sido nuestra existencia siempre el resultado de un incompleto y doloroso control de aquellas fuerzas que nos rodena para nuestros propósitos, siempre buscando crédito por aquello conseguido y culpables de responsabilizar a otros de los resultados más negativos.

Es pues, tan solo natural, que sea el tiempo una víctima más de nuestra metafísica hambre.

De nuestro irrefrenable deseo de encadenar a nuestra voluntad hasta al más incontrolable ente y la más destructora fuerza.

De nuestra usual reacción de tachar como poco servicial aquello que mantiene su libertad, su independencia de nosotros, exigiéndola con actos de su propia naturaleza.

Pues si lo hemos hecho antes con el mundo terrenal que nos rodea y somos capaces de medir y tocar, era obvio desde el inicio. El tiempo nunca tuvo una oportunidad. 

-Daniel V.F.

Spooky Writober 4: Pumpkin Patch Express

  Déjame en paz. Por favor déjame en paz Sus pasos resonaban acelerados por las solitarias calles de la ciudad. A esta hora, l...