El jardín “Magia de la vida” del matrimonio Jackson era una de las atracciones turísticas más renombradas de todo el pueblo de Faustu`s Choice.
Un informe había reportado que, aproximadamente, un
60% del turismo que recibía el pueblo de apenas 400 habitantes se debía justamente
a turistas de todos lados del país decidiendo que sus vacaciones pequeñas o
exuberantes merecían una parada para revisar la sinceramente impresionante
colección de plantas que el viejo matrimonio poseía.
Cuando uno visitaba el lugar, a primera vista podía
parecer que lo más destacable del lugar era simplemente el remarcable tamaño de
la propiedad. Una vez uno atravesaba las puertas de la diversamente premiada
atracción, lo primero que podía notarse era los muchos kilómetros por los que la
impresionantemente diversa colección de plantas se extendía. El ojo observador
o, mejor expresado, la mente aguda, podría darse rápidamente cuenta de que, de
alguna forma, esta extensión no era la misma que podía notarse desde afuera,
sino que, una vez en su interior, el camino parecía añadirse y generarse
artificialmente conforme uno iba avanzando.
No obstante, tras pasar un tiempo allí, y con una
intensidad que variaba dependiendo de lo perspicaz que fuera cada visitante, el
mayor y más sutil atractivo del jardín se dejaba notar y se revelaba como si
fuera una juguetona hada que invitara a los visitantes a jugar. Nadie parecía
saber explicarlo, pero todos estaban de acuerdo: Las plantas del jardín estaban
peculiarmente vivas. Si uno preguntaba, nadie habría podido saber si esto se
debía a un brillo especial en las hojas de cada espécimen expuesto o si tan
solo se refería a un encanto especial encontrado en el indescifrable patrón en
el que cada una estaba plantada, pero todo, desde el montón más común de pasto
hasta el arbusto más finamente podado, parecía derramar una vida peculiar que
nunca nadie había visto en ningún otro ramo de lavandas.
Las reglas para acceder al jardín “Magia de la vida”
era simples y extremadamente sencillas de seguir.
Primero que nada, todos los visitantes eran libres de
tomar cuantas fotografía y videos desearan. Podían introducirse alimentos y
bebidas al complejo, todos eran libres de salir en el momento que desearan y,
sobre todo y lo más importante, era completamente libre de cargo.
Por supuesto, una vez uno salía del jardín, la tienda
de regalos disponible en el local aledaño, también propiedad del matrimonio
Jackson, presentaba a cada turista una sonrisa hecha de puertas abiertas como
un imponente oasis hecho de madera con un hermoso letrero que, adicionalmente
de anunciar su propósito, expresaba con claridad su verdadero mensaje: “Compren
todo lo que deseen”.
En el interior del local, podía encontrarse una
variedad de artículos, mayormente relacionados a la jardinería, que iban desde
bolsas de semillas hasta unos extrañamente populares muñecos tejidos
representando pequeñas personas – planta de aspecto fantástico como zanahorias
con sonrientes rostros o mandrágoras que aprovechaban sus ya humanas
apariencias para crear una amalgama perfecta que atraía a la mayoría de los
niños y vaciaba la mayoría de los bolsillos.
Sin embargo, todas estas peculiaridades se encontraban
encapsuladas en una sola prohibición que hacía de ojos vigilantes para todos
los visitantes que deseaban pasar unas horas entre la bella naturaleza. Una
norma tan simple que era imposible de incumplir por accidente y tan
sencillamente expuesta que era inaudito siquiera pensar que podía malentenderse
de ningún modo.
Expuesto en un letrero clavado en el arco de madera que
marcaba la entrada al recinto, descansaba con una apariencia constantemente
renovada la advertencia: NO DAÑE LAS PLANTAS. CUALQUIER INFRACCIÓN TENDRÁ
CONSECUENCIAS.
Era una advertencia bastante sencilla. Bastante
mundana, incluso esperable. Una buena parte de los ingresos por turismo de
Faustu’s Choice provenía del jardín y su atractivo, obviamente, descansaba en
el perfecto y pulcro estado en que estaban las plantas de su interior.
Cualquier daño a estas significaba un enorme riesgo turístico y económico que
nadie quería siquiera pensar en permitirse.
Era por esto que, en todos los 30 años que los Jackson
llevaban exhibiendo su hermoso jardín al público, nadie nunca había roto la
norma.
Era curioso en verdad. Uno esperaría que, en un acto
de rebeldía, varios rostros conocidos por el pueblo a lo largo de la historia se
hubieran encontrado responsables de al menos una pequeña infracción. Una hoja
arrancada. Una flor cortada. Un arbusto pisoteado.
Pero en realidad, esto nunca había sucedido o, al
menos, nadie era capaz de decir sin ser culpables de cometer falacia, que
conocieran a alguien que alguna vez hubiera sido víctima de las consecuencias
mencionadas por el letrero pintado en grandes letras rojas a la entrada de la
atracción.
Para William, sin embargo, esto nunca tuvo mucho
sentido.
Durante sus 16 años de vida, siempre había encontrado
absurda la fascinación que todos parecían compartir por el dichoso jardín. Las
plantas nunca habían sido lo suyo y, las pocas veces que se había acercado en
un acto de curiosidad a las instalaciones, solo había visto gente de diversas
edades idiotizadas por un honestamente aburrido recorrido rodeado de hierbajos
en el que nadie duraba más de una hora antes de salir con una estúpida sonrisa
en su rostro (William sospechaba que nacidas de la educación) para comprar
semillas y muñecos feos.
No entendía como era que un simple jardín podía reunir
filas que duraban horas, llenos de personas esperando su oportunidad para
entrar en el lugar, cautivos de una emoción que solo podía adjudicar al hecho
de encontrar una agradable atracción sin costo en un viaje en carretera que se
habría alargado suficiente para que nadie lo disfrutara.
Y aún así, William siempre había tenido presente lo
amenazante eficaz que era la advertencia del lugar. Al igual que el resto,
nunca había sido testigo o escuchado de nadie que hubiera roto la simple regla.
No entendía por qué. El lugar era suficientemente grande para no poderse vigilar
desde afuera por completo y era imposible que los Jackson pudieran detectar con
el menor grado de precisión ningún daño causado a las plantas. No había forma
en que nadie hubiera nunca dañado ninguna planta y, sin embargo, los Jackson
jamás habían dado señales de encontrar nada extraño en ellas en sus revisiones
diarias más allá de los periódicos anuncios de nuevas adiciones.
Otros detalles que Will no soportaba. Cada cierta cantidad
de meses, los Jackson avisaban que habían añadido a su colección un nuevo espécimen
de planta que nadie nunca los veía traer o cargar. Will sospechaba que era un
simple truco publicitario para atraer turistas cada cierto tiempo cuando
sentían que el negocio sufriría dificultades. Era todo demasiado extraño.
Ese 3 de agosto, William estaba decidido. Tomó antes
de salir de casa una cámara, un bate de beisbol y un mechero y salió a la
escuela. Al terminar sus clases, informó a Tommy, su mejor amigo, que no se le
uniría para su tradicional torneo casero de Mortal Kombat de cada viernes. A
pesar de las quejas que recibió del muchacho, William no admitió la razón y se
excuso con un inventado castigo que había recibido de sus padres gracias a su
última obra de arte en la pared de la biblioteca, realizada tras decidir que el
morado fosforescente seguramente resaltaría los ojos amarillos neón de la
estatua de león del exterior.
Habiéndose librado con esta ridícula excusa de cualquier
otra obligación, William pudo concentrarse en su verdadero interés del día.
Mientras caminaba por el terroso camino que se dirigía
a la propiedad de los Jackson, repasó su plan cuidadosamente creado en la
eternidad de 3 días. Entraría normalmente al jardín, actuando como un
estudiante desesperado por una buena nota en su tarea de biología, entraría lo
más profundo posible dentro del jardín, fotografiando todo en su camino para
tener una correcta documentación de todo cuanto viera y, cuando estuviera en un
punto muerto, destrozaría cuanta planta tuviera el infortunio de estar en su
camino y esperaría pacientemente a que las universalmente temidas consecuencias
llegaran. Era perfecto. Había estudiado todos los movimientos necesarios para
lograr ejecutarlo a la perfección. Ni un detalle se le había escapado.
Fue por esto, obviamente, que al llegar se encontró sorprendido
por no encontrar un alma en los alrededores de la propiedad.
La puerta de la tienda de regalos estaba abierta y en
tan buen estado como el día anterior. Pero nadie estaba comprando en ella. La
kilométrica fila para el acceso, siempre rebosante de gente, se encontraba
solitaria y abandonada.
William casi pensó en retirarse. Tal vez, pensó, era
demasiado temprano y los turistas no habían llegado aún. Pero esto no explicaba
porqué todo lucía abierto. Aquí sucedía algo.
Lleno de un diferente tipo de motivación, William tomó
con fuerza su cámara y se decidió a seguir con su plan.
Sus pasos pisaron el pasto fresco con la seguridad que
solo puede inspirar el más profundo temor y, en menos de lo que pudo
arrepentirse, estaba dentro del jardín por completo.
Ante sus ojos, apenas levantó la vista, notó como,
aparentemente, miles y miles de kilómetros se extendían ante él, presentándose como
un tesoro inexplorado o una cueva en esas películas de aventureros que su papá
veía a veces.
Era como si existiera un imperceptible corte entre la
ruralidad del resto del pueblo y una sobrenatural naturaleza creada por el
jardín que, como William pudo notar, te animaba inmediatamente a adentrarte más
una vez lo habías visto.
William tomó con ambas manos su cámara y se decidió a
caminar. Sus pasos cada vez más seguros mientras que sus ojos observaban cada esquina.
Era como si esperara ser atacado en cualquier momento por algún extraño animal
salvaje desconocido por la humanidad. Pero esto nunca pasó. Solo encontró una
bellísima exposición botánica que se presentaba como recién adornada para él.
Mientras sus pasos lo introducían más y más, su mirada
se encontraba con matas de lavanda tan profundas que era imposible saber de qué
raíz provenían cuales flores. Arbustos de ruda que se movían con un imperceptible
y casi exclusivo viento que mantenía su aroma en una presencia constante y
notoria. Matorrales de rosas tan rojas que William recordó aquellas pintadas
por Alicia junto a un grupo de cartas parlantes. Hibiscos brillantes y
hermosos. Girasoles tan altos como el que giraban simultáneamente al sol. Todo
lucía tan vibrante y vivo, como si fuera a girarse para hablar con él. Como si
el tenue silbido del viento se tratara en realidad de dulces murmullos
provenientes de las flores que lo rodeaban.
William no sabía cuánto había caminado cuando se
encontró a sí mismo mirando con curiosidad un arbusto que había encontrado. Su
combinación de forma y color no parecían corresponder a nada y esto lo
intrigaba. Fue tras un par de minutos que notó que se encontraba admirando un
arbusto de lavanda. Pero no cualquier tipo de lavanda. Sino que sus flores,
extensas y numerosas, se alzaban vanidosas demostrando un hermoso color azul
celeste. Como recién pintadas. William no podía creer lo que miraba y fue rápido
a tomar una fotografía. Caminó otro tramo y descubrió maravillado un grupo de
margaritas con pétalos tan verdes como el pasto en que estaban plantadas. Luego
vio rosas tan amarillas como los girasoles de hacía unos pasos y girasoles tan
púrpuras como las uvas que crecían en las vides que se exhibían a unos pasos
más allá. Miles y miles de flores se extendían a su alrededor, con colores
salidos de una pintura surrealista o un viaje especialmente fuerte de algún
alucinógeno y tan vivos como si fueran una acuarela nueva y generosamente
aplicada.
William olvidó momentáneamente la existencia de su cámara
y, soltándola, corrió como un niño, buscando descubrir todo lo posible las
maravillas que encontraría en aquel jardín.
Corrió a través de fruteros enanos, arbustos del tamaño
de árboles y flores con colores cada vez más imposibles hasta que llegó a una
sección que lo fascinó.
Ante su mirada, una serie de arbustos verdes como la
primavera se extendía, podados representando obras célebres del arte de la
escultura. Estaban el Libre pensador, y las estatuas romanas de personajes tan
celebres. Arbustos que presentaban a Julio César, a Cleopatra, a Miguel Ángel,
todos con un nivel de detalle imposible para haber sido creados a base de hojas
y ramas.
Poco a poco, sin embargo, las figuras comenzaron a
volverse más y más extrañas.
Grupos de personas en poses bizarras. Mirando sus
manos con asombro, intentando alcanzar algo en los cielos, abrazados entre sí…
Tras explorar, William se encontró un arbusto especialmente
feo.
En todo su espléndido realismo, la estatua
representaba a un hombre vistiendo una representación de una cazadora y jeans,
las hojas mostrando incluso su barba cerrada, su rostro en medio de un
terriblemente realista grito de terror mientras sus manos se aproximaban una a
su rostro, detenida a mitad de camino a la altura de su cuello, la otra
extendida lejos de él, como intentando con desesperación alcanzar algo. Se veía
como asfixiándose.
Tal vez fuera el realismo del ser que tenía delante o
tal vez el terror que le inspiró la forma en que habían elegido presentarlo,
pero ver a este hombre de hojas despertó algo en la mente de William y, de
pronto, recordó su misión.
Con disgusto en su rostro, abrió su mochila, sacando
de esta su mechero. El viento comenzó a soplar con más intensidad al sacar el
objeto y comenzó a volverse tan agresivo que casi logró derribar sobre su
espalda al chico mientras encendía la flama, acercándola al rostro de hojas del
hombre.
No pasó mucho antes de que el fuego atrapara las
primeras hojas y ramas del hombre. Poco a poco, el olor a hojas quemadas
comenzó a hacerse presente mientras el infernal calor consumía el cuerpo del hombre
arbusto. El viento aulló con fuerza, atravesando las ramas de la siniestra
representación como si el fuego de verdad quemara a aquella persona capturada
en la imagen del arbusto.
A William le faltaba el aire. El humo comenzaba a
levantarse mientras las llamas consumían a la horrible figura, con el viento soplando
entre su pecho como un alma en el río de fuego del infierno de Dante. Sus oídos
zumbaron mientras presenciaba la escena. Mientras miraba al hombre quemarse
hasta las cenizas. Casi podía jurar que veía las ramas agitarse con
desesperación, intentando alcanzarlo, intentando apagarse, intentando huir del tortuoso
destino al que le había condenado mientras el viento hacía de voz, simulando un
grito agónico de un ser que sabe que va a morir. El humo se volvió más negro y
pronto el viento se volvió imposible de combatir. William se tiró de rodillas
al suelo, cubriendo sus oídos con sus manos para salvarse de los terribles alaridos
que sus oídos interpretaban de escuchar los aullidos del poderoso vendaval que
se había visto liberado por sus acciones.
Y de pronto, todo terminó. El humo se apagó tan rápido
como había empezado y el infernal fuego se ahogó con él, mostrando solo ramas
chamuscadas detrás.
Por un segundo, hasta el viento paró. Todo sonido se detuvo
y las plantas dejaron de moverse.
Will, miró a su alrededor, agitado como si hubiera
presenciado ante sus propios ojos la ejecución de un verdadero ser humano. Como
si hubiera rociado en gasolina a un hombre y le hubiera prendido fuego.
Y de pronto, el viento comenzó de nuevo su murmullo.
Pero esta vez no fue suave y tenue como antes. El aire pacífico del lugar era
historia, aparentando ahora susurros acusadores y condenadores provenientes de
la vida que rodeaba su asesinato.
Un vendaval sopló y se detuvo, metiendo una basura en
el ojo de William. Intentó rascarse, pero sintió un ardor en su ojo en cuanto
su dedo lo tocó. Temiendo tener una astilla, reviso su mano. Su terror se
volvió inmediato al notar su dedo pulgar reemplazado por una rama de la misma
longitud que rápidamente infectaba el resto de su mano y se cubría de pequeñas
hojas
El sobresalto que sintió su corazón lo hizo extrañarse
de no encontrarse corriendo en ese momento, pero notó que no podía. Sus
rodillas se encontraban sordas a las ordenes de su cerebro y pronto pudo sentir
el bulto que estas creaban bajo su pantalón, como si tuviera una gruesa capa de
lana debajo de ellos. En un nuevo intento por correr, cayó en su lugar al piso
boca abajo, comenzando dolorosamente a arrastrase, intentando encontrar su
mochila.
Poco a poco, la tarea se dificultó al sentir sus ojos
llenarse de lagrimas y su garganta llenarse de un material afilado y con la
textura de la madera. Intentó toser, pero solo lograba jadear por aire. Podía
sentir cómo se ahogaba mientras el viento a su alrededor, inútil a su
respiración, se volvía un susurro de miles de voces en sus oídos. ASESINO.
NO DAÑE LA PLANTAS. ASESINO.
Intentó abrir su camisa con las ramas que ahora eran
sus manos, pero encontró debajo más ramas con hojas verdes frescas saliendo
disparadas de donde debía estar su abdomen y su estómago.
ASESINO
Intentó gritar, pero solo pudo ahogarse aún más.
ASESINO
Mientras la piel de su rostro comenzaba a abrirse
dolorosamente, convirtiéndose en las picas ramas de un arbusto, William pudo
ver a la señora Jackson caminando hacia él con una sonrisa en su rostro.
ASESINO
Miles de pequeñas astillas abrieron sus ojos y después,
todo se volvió negro.
Cuando las puertas del jardín se abrieron la próxima
semana, “Magia de la vida” presentaba una nueva adquisición. Tommy y la
agradable pareja a la que a veces visitaba fueron a ver la nueva exhibición. Si
bien todos pensaban que era un poco siniestra, la nueva presentación era impresionante.
En el suelo de la exhibición, un arbusto podado en la
forma de un chico de aproximadamente 16 años sujetaba con fuerza su pecho
cubierto con una camisa abierta mientras miraba hacia enfrente con sorpresa en
sus ojos hechos de diminutas hojas. Delante suyo, clavada en la tierra con un poste
de acero, se encontraba un letrero pintado en letras rojas
NO DAÑE LAS PLANTAS. CUALQUIER INFRACCIÓN TENDRÁ
CONSECUENCIAS
Spooky Writober día 1: Jardín embrujado.
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