Existen, en el extraño y caótico almacén de emociones
humanas, una específica lista de éstas que preferimos evitar. Que preferimos
ignorar por completo.
Existe una serie de sentimientos que generan en
nosotros respuestas precipitadas propias y nacidas de más profundo rechazo con apenas
la mera mención de aquellos nombres que hemos asignado a ellos en un
desesperado intento de convencernos de su entendimiento. De permitirnos pensar
que mantenemos el control de algo tan incontrolable, tan caótico e impredecible,
tan insensato e inflexible como nosotros mismos; como la naturaleza de la que fingimos
no formar parte, pero con la que justificamos nuestras peores transgresiones.
Arrepentimiento, culpa, frustración, decepción, enojo.
Son estas, entre muchas otras, las emociones que, en
nuestra necia afirmación de autoconocimiento, hemos etiquetado como negativas.
Ira, celos, tristeza, envidia.
Emociones que tememos al demostrar al mundo nuestro
verdadero ser. Al romper la máscara que tan cuidadosamente colocamos en
nuestros rostros para escondes cual vergonzoso secreto nuestra autenticidad.
Mantener nuestra hipócrita fachada.
Pues es nuestra humanidad la que nos deshumaniza.
En ningún momento nos encontramos más alejados de
nuestra identidad que al pretender controlarla. Al pretender decidir cuáles características
de la misma existen y cuales no, fingiendo que somo objetos de nuestra propia
conveniencia, ajustándonos a estándares que no nos representan, impuestos por
entidades que ni siquiera forman parte de nuestro modo de vida, viviendo la
mentira de que deseamos lo que se espera de nuestra parte.
Somos prisioneros del desconocimiento. De diversos
tipos, pero esencialmente del propio. Vivimos conscientes de las aflicciones
causadas por las cadenas que resultan las expectativas a las que estamos
sujetos sin comprender que éstas nos aprisionan porque no conocemos mayor
libertad.
Ansiamos control, sí, pero no es esta una mera ansia
vana nacidas del orgullo y la soberbia de nosotros, seres que nos llamamos
humanos mientras rechazamos las implicaciones inherentes de dicha categoría.
No, En realidad ésta ansiosa necesidad tiene sus
raíces plantadas en un fértil terreno, campo de cultivo de nuestros peores
errores y más deplorables decisiones. Una versátil semilla de la que germinan
nuestros mayores rechazos y más infundados prejuicios. El titiritero detrás de
nuestros episodios más oscuros.
Nuestro miedo.
Estamos asustado. De todo y nada realmente. Desde el
momento en que nuestros ancestros obtuvieron la maldición de la autoconciencia.
Desde que los primeros representantes de nuestra
especie notaron que estaban vivos nació en ellos una terrible ansiedad para
mantenerse así.
Tenemos todo lo que nos amenaza y nos amenaza aquello que
no comprendemos y huimos de una realidad que crece terrible sobre nuestra
existencia.
No nos comprendemos a nosotros mismos.
Comprendemos las consecuencias más no las causas.
Nos vemos atorados en un punto desconectado del que
solo nos saca nuestra cruel imaginación que especula y teoriza y piensa, pero
nunca sabe.
Preferimos cerrarnos en anhelos que no tenemos que
afrontar el horrible vacío de nuestras necesidades más profundas. Huimos de
aquellos impulsos y aquellas respuestas que más obligan al salir del camino pavimentado
por aquellos anteriores a nosotros y preguntarnos si el destino al que conduce
es el que esperamos conocer o si acaso nos conducimos a un tipo especial de
prisión. Si aquel pilar de conocimiento inculcado en nuestro ser por nuestros
semejantes mientras infantilmente juega a la superioridad puede acaso tener
fallas. Si acaso debemos reconstruir los fundamentos sobre los que edificamos
nuestra breve presencia en este plano.
En nuestro anhelo de libertad nuestra más profunda
prisión. Nuestro deseo de un estándar de humanidad nuestro más inhumano acto en
nuestra contra. Nuestra búsqueda de huir del sufrimiento la causa nuestros
mayores tormentos.
Pues sabemos y nos negamos a aceptar.
Miramos y nos negamos a observar.
Pues nada puede controlarse si no se entiende.
Y nada de lo que se huya puede llegar a comprenderse
jamás.